Montserrat Cano
Según los estudios elaborados por diversos organismos –entre ellos varios del sector editorial-, en Europa, las mujeres leemos más que los hombres. Es evidente que esto se debe, principalmente, a la alfabetización de las mujeres y a los cambios logrados en nuestro papel social, pero incluso cuando las mujeres se nutrían de literatura oral, parece cierto que eran también mayoría en este tipo de transmisión, no solo como oyentes sino como creadoras. No olvidemos que los cuentos, ese material imprescindible a la hora de entender la literatura, se inventaban y repetían en los hogares
La mayor parte de las personas que escriben reconocen que su vocación creadora proviene de una pasión anterior: la lectura. Por tanto, si las mujeres hemos sido históricamente mayoría en la recepción, resulta sorprendente que durante milenios no hayamos sentido el impulso de escribir, salvo en algunas excepciones. Así pues, tenemos que formularnos unas preguntas básicas: ¿No será que las mujeres han tenido dificultades casi insalvables para que sus creaciones salieran del ámbito doméstico y fueran publicadas y criticadas? ¿No será que la proporción de personas cuyas obras se han perdido por falta de atención es infinitamente mayor cuando se trata de mujeres que de hombres?
A lo largo del siglo XX la voz de las escritoras se ha dejado oír, poco a poco, con mayor contundencia. En esta segunda década del XXI, muchas autoras están llegando a ocupar los primeros puestos en listas de libros más vendidos, con números de ventas impresionantes. Sin embargo, sigue latente y hasta más vivo que nunca, el debate acerca de qué leemos y qué escribimos las mujeres.
La mera formulación del problema nos sitúa ya en un plano diferente –y claramente inferior- al de los escritores. No recuerdo haber escuchado nunca una discusión acerca de qué es la literatura masculina o si siquiera existe, de las características de la literatura masculina o de si es lo mismo la literatura escrita por mujeres o para mujeres. Los hombres hacen literatura, no necesitan adjetivos que vayan más allá del género a que se dedican. Las mujeres, también con independencia del género, tenemos que aceptar una sobreadjetivación que nos limita: hacemos literatura femenina. Y muy pocas autoras actuales consiguen escapar a esta dudosa distinción.
Lo peor del asunto es que nos obligan a nosotras mismas a participar en una controversia falsa e inútil, pero de la que es muy difícil alejarse porque se nutre de todo aquello que se nos ha negado durante siglos: el reconocimiento de nuestra voz, una genealogía que usar como modelo y una identidad que hemos tenido que formular siempre en contra de nuestro ámbito social. No existen congresos ni ensayos sobre “Literatura masculina” ni de “Hombres escritores” porque la “Literatura” les pertenece, mientras que las autoras escribimos y debatimos una y otra vez sobre el asunto porque todavía estamos en el margen.
No nos dejemos engañar por los números. Es cierto que hay escritoras de gran éxito, tanto en calidad como en cantidad, pero el adjetivo femenino sobrevuela el mundo editorial, cuyas estadísticas siguen afirmando que las mujeres leen y escriben sobre todo novela romántica, mientras que los hombres prefieren el ensayo y la historia. Seguramente esto es verdad – el mercado se equivoca poco porque se juega mucho dinero en cada inversión- pero el motivo no es una diferencia genética sino una publicidad engañosa y miserable que coloca unos libros y no otros en los escaparates de las grandes superficies de venta. Las mujeres y los hombres, en esta sociedad consumista, compramos primero lo que se pone ante nuestros ojos, y puesto que las mujeres leemos más, adquirimos más lo que se nos recomienda con insistencia.
Como lectora y como escritora espero que pronto podamos hablar de autoras y autores que escriben acerca de lo que les interesa, y de lectores y lectoras que puedan escoger libre y conscientemente sus lecturas.